El quinto hijo
- bajoinfinitasestrellas
- hace 5 días
- 8 Min. de lectura

Mi corazón estuvo encogido desde el principio hasta el final de la lectura. La vida puede cambiar en unos segundos y arrastrar los sueños de un futuro que no va a ser como ellos imaginaban. Quizá por ello la he abrazado con un dulce té y unas mariposas que me hizo mi hermana. Tal vez aún no esté todo perdido, quizá haya una transformación. Quizá sea posible un atisbo de esperanza, una salvación, otra realidad... Y pensando en ese rayito, ya estoy deseando leer la segunda parte.

"David tenía treinta años cuando conoció a Harriet y había estado trabajando de la forma disciplinada y tenaz del individuo ambicioso: pero él trabajaba por un hogar.
Era imposible encontrar en Londres el tipo de casa que ellos querían, para el tipo de vida que deseaban. De todos modos, no estaban seguros de que Londres fuera lo que necesitaban... no, no lo era, era mejor un pueblecito, con su ambiente propio. Dedicaron los fines de semana a visitar los pueblecitos próximos a Londres y no tardaron en encontrar una gran casa victoriana que se alzaba en un jardín cubierto de maleza. ¡Perfecto! Claro que para una pareja joven era absurdo; era una casa de tres plantas, con desván y un montón de habitaciones, pasillos, rellanos... Espacio abundante para los niños, en realidad.
Pero ellos querían tener muchos hijos. Ambos habían proclamado, un tanto desafiantes por la enormidad de lo que le pedían al futuro, que «no les importaría» tener muchos hijos. «Hasta cuatro o cinco...» «O seis», dijo David. «¡O seis!», dijo Harriet riéndose aliviada hasta que se le saltaron las lágrimas. Y se habían reído y habían rodado por la cama y se habían besado y estaban entusiasmados porque resultaba que precisamente en aquel asunto, en el que ambos habían esperado rechazo, e incluso se habían preparado para aceptarlo o para tener que llegar a un compromiso, resultaba que no había ningún problema. Pero aunque Harriet podía decírselo a David, y David a Harriet («Seis niños por lo menos»), no se lo podían decir a nadie más. Aun con el sueldo bastante decente de David, más el de Harriet, la hipoteca de aquella casa no estaba a su alcance." (El quinto hijo, página 13)
"Felicidad. Una familia feliz. Los Lovatt eran una familia feliz. Era lo que habían elegido y lo que merecían. A veces, cuando David y Harriet estaban echados frente a frente, parecían abrírseles las puertas del pecho de par en par y lo que salía por ellas era un raudal de intenso alivio y gratitud que seguía asombrándoles: aquella paciencia durante lo que parecía ahora tantísimo tiempo no había resultado fácil, en realidad. Había sido duro conservar la fe en sí mismos cuando el espíritu de la época, los voraces y egoístas sesenta, había estado siempre presto a condenarles, a aislarles, a degradar lo mejor de ellos mismos. Y, bueno, habían tenido razón al insistir en mantener aquella individualidad obstinada que había elegido, y muy tercamente, lo mejor: aquello.
Fuera de aquel hogar afortunado, su familia, batían y golpeaban las tormentas del mundo". (Ibid., página 28).
"El cuarto bebé, Paul, nació en 1973, entre Navidad y Semana Santa. Harriet no se encontraba muy bien sus embarazos seguían siendo desagradables y llenos de pequeñas molestias; nada grave, pero estaba cansada.
Las vacaciones de Semana Santa eran siempre las mejores, y aquel año fue el mejor de todos; pensándolo después, todo el año parecía haber sido una celebración, renovada desde una primavera de amorosa hospitalidad cuyos guardianes fueron Harriet y David, que empezó en Navidad, cuando Harriet estaba tan adelantada en su embarazo que todo el mundo la cuidaba, compartiendo el trabajo de preparar excelentes comidas, preocupándose por el niño que estaba a punto de llegar... sabiendo que llegaría Semana Santa, y el largo verano después, y luego otra vez las Navidades...
La Semana Santa se prolongó tres semanas, todas las vacaciones escolares. La casa estaba atestada. Los tres niños pequeños tenían cada uno su propia habitación, pero como necesitaban camas les pusieron juntos en una. Lo cual les encantó, claro. «¿Por qué no les dejáis dormir juntos siempre? preguntaron los demás, incluso la propia Dorothy- jUna habitación para cada uno de estos renacuajos!»
-Es importante que cada uno tenga su propia habitación—dijo David ardorosamente.
La familia intercambió miradas como suelen hacer las familias cuando tropiezan con algún escollo de uno de sus miembros." (Ibid., página 30).
"No era un bebé guapo. No parecía en absoluto un bebé.
Parecía jorobado, echado allí, como encogido. La frente le subía desde las cejas hasta la coronilla. El pelo le crecía de una forma extraña desde la doble coronilla en que se iniciaba una cuña o triángulo que le bajaba hasta la frente, echado hacia delante en un tupido rastrojo amarillento, mientras que por los lados y por detrás, le crecía hacia abajo. Tenía las manos gruesas y fuertes, de palmas musculosas. Abrió los ojos y miró a su madre directamente a la cara. Eran unos ojos fijos, verde-amarillentos, como trozos de esteatita. Cuánto había deseado Harriet mirar cara a cara a aquella criatura que creía que había estado intentando hacerle daño... Pero no vio ningún signo de reconocimiento en aquella mirada. Y le dio una gran lástima; pobre bestezuela, que tanto le disgustaba a su madre... pero se oyó decir con nerviosismo, procurando sonreír:
-Parece un gnomo, o un duende o algo así. — Y le abrazó para compensar. Pero le sintió tenso y rígido.
-Vamos, Harriet —dijo el doctor Brett, disgustado con ella. Y ella se dijo: «He pasado por esto con el doctor Brett cuatro veces y siempre fue maravilloso; y ahora él parece un maestro de escuela»." (Ibid., página 60)
"Se fueron a Francia, en coche. Para Harriet, todo era gozoso. Sentía que había recuperado a sus hijos. No se cansaba de ellos, ni ellos de ella. Y Paul, el bebé del que Ben la había despojado, el precioso niñito de tres años, encantador, un tesoro... volvió a ser su bebecito. ¡Todavía eran una familia!
Felicidad... casi no podían creer que Ben les hubiera robado tanto.
Cuando volvieron a casa, Dorothy estaba cansadísima y tenía un gran cardenal en el antebrazo y otro en la mejilla. No explicó lo que había pasado. Pero cuando los niños se fueron a la cama la primera noche, les dijo a Harriet y a David:
—Tengo que hablaros... No, sentaos y escuchadme.
Se sentaron con ella a la mesa de la cocina.
—Vais a tener que afrontarlo. Ben tiene que ingresar en una institución.
—Pero si es normal —dijo Harriet ceñuda—. El médico dice que lo es.
-Quizá sea normal para lo que es él. Pero no es normal para lo que somos nosotros.
—Pero ¿qué clase de institución le admitiría?
—Tiene que haber alguna —dijo Dorothy, y se echó a llorar." (Ibid., página 77)
"Habían llevado a Ben a un lugar del norte de Inglaterra; sería un viaje de cuatro o cinco horas en coche... quizá más si el tráfico estaba mal. Lo estaba, y Harriet condujo a través de una lluvia invernal gris. A primera hora de la tarde llegó a un edificio grande y sólido de piedra oscura, en un alto valle entre páramos, que apenas podía ver por la lluvia. El edificio se alzaba cuadrado entre lúgubres árboles goteantes; había rejas en las ventanas uniformes, tres hileras.
Entró en un pequeño vestíbulo en cuya puerta interior había clavada una tarjeta escrita a mano: «Llamen al timbre».
Llamó y esperó. Y no pasó nada. El corazón le latía con fuerza. Aún estaba agitada por la adrenalina que le había dado la fuerza suficiente para ir, aunque el largo viaje la había apaciguado algo, y aquel edificio deprimente indicaba a sus nervios, si no a su inteligencia (pues, en realidad no tenía datos en que basarse), que sus temores eran ciertos. Aunque no sabía exactamente cuáles eran. Volvió a llamar. El edificio estaba en silencio; oyó un timbre muy lejos, en el interior. Ninguna respuesta. Y estaba a punto de rodear la parte de atrás cuando la puerta se abrió bruscamente y vio ante sí a una chica desaliñada que vestía jersey, chaqueta y una gruesa bufanda." (Ibid., página 93)
"-Literalmente -dijo Harriet cuando se abrió la puerta de una habitación cuadrada con las paredes de plástico blanco brillante, con botones aquí y allá, que parecía imitar una tapicería de cuero cara. En el suelo, en un colchón de espuma verde, estaba Ben. Estaba inconsciente. Y solo llevaba una camisa de fuerza. La lengua amarillenta le colgaba de la boca. Tenía la piel mortalmente pálida, cetrina. Todo (paredes, techo, Ben) estaba embadurnado de excrementos. Un charco de orina amarillo oscuro manaba del camastro, que estaba empapado.
-¡Le dije que no viniera! -gritó el joven. Agarró a Ben por los hombros y la chica por los pies. Por la forma de manejarlo, Harriet comprendió que no eran brutales; no era esa la cuestión, ni mucho menos- De esta forma sacaron a Ben de la habitación (pues así apenas tenían que tocarle). Les siguió y se quedó mirando. Estaban ahora en un habitación con lavabos a lo largo de una de sus paredes, un baño inmenso, y una plataforma de cemento inclinada con una hịlera de grifos. Colocaron a Ben en aquella plataforma, le quitaron a camisa de fuerza y, tras graduar la temperatura del agua, empezaron a lavarle con una manguera conectada a uno de los grifos. Harriet se apoyó en la pared, contemplándoles. Estaba tan impresionada que no sintió nada en absoluto. Ben no se movía. Yacía como un pez ahogado sobre aquella losa, la chica le dio la vuelta varias veces, cuando el joven interrumpía el proceso de lavado para que lo hiciera, y finalmente ambos le llevaron a otra losa, donde le secaron y le pusieron una camisa de fuerza limpia que cogieron de un montón.
—¿Por qué? —preguntó Harriet furiosa. No le contestaron.
Sacaron de la habitación al niño (atado, inconsciente, la lengua colgando) y le llevaron por el pasillo hasta otra habitación en la que había una losa de cemento por cama. Le colocaron allí y se irguieron los dos y suspiraron aliviados.
—Bien, ahí lo tiene —dijo el joven. Se quedó un momento con los ojos cerrados, recuperándose del penoso trabajo, y encendió un cigarrillo. La chica tendió la mano para que le diera otro. Se quedaron allí fumando, contemplando a Harriet con aire cansado, vencido.
Ella no sabía qué decir; le dolía el corazón como si se tratara de uno de sus propios hijos reales, pues Ben parecía más normal que nunca, con los ojos fríos, duros y extraños, cerrados. Patético. Nunca le había parecido tan patético." (Ibid., páginas 97 y 98).
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Los sueños de formar una numerosa familia feliz se desvanecen cuando nace el quinto hijo de David y Harriet. Ella ya lo presentía cuando lo llevaba en las entrañas y luego... todo se volvió oscuro. Ben era salvaje, le costó mucho hablar y no actuaba ni se movía como los demás. Era muy diferente y con un instinto animal en constante alerta.
Probaron a internarlo en una institución especial, pero el corazón de madre de Harriet lo rescató cuando a punto estuvo de morir víctima del único tratamiento que lo calmaría.
Ben crece y encuentra refugio al margen de la sociedad. La familia se desvanece, se divide... desaparece y Harriet, ya en las últimas páginas, piensa en la soledad de la cocina, sentada a una mesa grande y llena de vida en otros momentos, colmada entonces de futuro, de sueños y de familia.
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